Un día estaba sentado con un amigo en el salón del hotel, en Worthing. Acaba de cometerse un crimen, y no se había detenido aún el criminal. Los periódicos dedicaban toda su atención a aquello, por lo que ambos comentaban. Un desconocido sentado cerca de ellos intervino en la conversación.
-Yo pienso- dijo- que si quieren hallar al criminal, deben de averiguar el móvil del crimen. Si no hayan móvil no encontrarán al asesino.
Se desconocía totalmente el móvil de aquel caso, puesto que el asesino no había robado nada a la víctima. Se sospechaba quizá de un crimen sentimental. El desconocido insistió:
-Si no descubren el móvil, no hallarán al asesino. O sea, que el asesino lo ha hecho sólo para pasar el rato, porque le divierte matar, es inútil que la policía lo busque. Yo tengo mis motivos para creer que esta vez ha sido algo así.
Maugham, curioso, le preguntó por qué pensaba así. Y el desconocido le respondió:
-Por una sencilla razón: yo soy el asesino.
Maugham y su amigo quedaron tan atónitos que, cuando empezaron a reaccionar, ya había pasado un buen rato: el desconocido había desaparecido.