El Vaticano le encargó que pintara uno de sus más bellos cuadros: La transfiguración. Dos cardenales se acercaron a la obra terminada, y comenzaron a criticar algunos detalles, entre éstos el color de los rostros. Al pintor le disgustaba enormemente que quienes no conocían de pintura osaran emitir juicios desfavorables sobre sus obras, por lo que sin poderse contener dijo a uno de los cardenales que con aire de superioridad continuaba su absurda crítica:
-Los rostros de San Pedro y de algunos otros son demasiado rojos…
-Efectivamente, así están –respondió el pintor.
-¿Así están? ¿Dónde?
-¡En el cielo! Rojos de vergüenza de que la Iglesia tenga cardenales tan poco versados en pintura.