El cardenal era hombre de pocas palabras. En una de las fiestas en que se veía obligado a participar, estaba apartado del resto de los invitados como muchas otras veces, y se dedicaba a observar todo lo que sucedía a su alrededor. Un caballero notando su soledad se le acercó y le dijo:
-¿Se aburre Su Eminencia?
-No –contestó lacónicamente Richelieu.
El caballero, un rato después, insistió:
-¿De veras no se aburre Su Eminencia?
-No, estimado duque; no me aburro jamás, a no ser que los demás insistan en aburrirme.
Luego de lo cual, el duque visiblemente herido, no volvió a insistir.