Se cuenta que el emperador Augusto -durante cuyo reinado nació Jesucristo-, una vez puso precio a la cabeza del jefe de una pandilla de bandoleros, llamado Corocota, que asustaba y robaba a los viajeros y asaltaba las casas de campo. La guardia romana emprendió la búsqueda del bandido. Carocota mandó un emisario a Augusto y, a través del emisario, le pidió audiencia. Augusto se la concedió, y el bandido comenzó a hablar:
-Estoy en tu presencia, pero no estoy en tus manos. La verdad de lo que te digo quedará demostrada si me mandas a detener. Has ofrecido un premio al que me entregue vivo o muerto. Me entrego yo mismo y reclamo el premio. O la libertad en vez del premio. Si decides concederme la libertad, te doy mi palabra de cambiar de vida y ser un hombre honrado el resto de mis días.
Y Augusto lo dejó en libertad.